El libro El Eco de Miguelturra recoge muchas ocasiones en las que el nombre de Miguelturra aparece en diferentes creaciones literarias, sobre todo, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. En este blog seguiré recogiendo nuevas obras en las que se menciona a Miguelturra que he ido recopilando con posterioridad a la publicación del libro.
En esta ocasión se trata de un artículo llamado “La Predestinación” que aparece en el libro “Madrid en broma” del autor Luis Taboada con dibujos de Ángel Pons, en el que se recogen artículos en los que satiriza acerca de la sociedad madrileña.
Luis Taboada y Coca nacido en Vigo en 1848, fue un famoso periodista, humorista y el escritor satírico por antonomasia de finales del siglo XIX y principios del XX. Con sus sátiras llegó a alcanzar una popularidad impresionante en su época, no sólo en España, sino en Hispanoamérica. Colaboró en innumerables periódicos y revistas y escribió varios libros.
Era todo un personaje y un autor que utilizó Miguelturra de forma recurrente en sus obras, diría que incluso tenía cierta fijación con ella.
Hay un dato muy curioso acerca de este libro, Madrid en broma, y que habla mucho de cómo era este hombre: consiguió convertirlo en un éxito en ventas; para ello se dedicó a ir a teatros, cafés, tertulias, fiestas, etc. y cuando veía a un grupo de personas se dirigía a la que consideraba más popular y les decía cosas como que perdonaran si se sentían aludidos en su obra, que las cosas que dice de él no son en serio, etc. (aunque no fuera cierto). Lógicamente, picados por la curiosidad, muchos compraban el libro. Los aludidos para ver qué se decía de ellos y el resto para ver qué decía de los aludidos.
Este es el artículo en el que se menciona a Miguelturra:
“La predestinación de Luis Taboada:
¿Quién tenía la culpa de que don Pelegrín se hubiese casado con Lola? Él, y sólo él, que la conoció en Zafra hace tres años, y al verla tan bonita, fue y la pidió en matrimonio.
Don Pelegrín tenía cuarenta y cinco años; Lola no había cumplido los veinte y era una mujer de primera, como dicen en la Habana.
Los esposos se fueron a vivir a un piso segundo de la calle de Jacometrezo. De esto hará cosa de un año. En la casa de enfrente había huéspedes, y entre éstos vivía un joven rubio, soñador, lánguido y manchego, que comenzó a dirigir miradas amantes a la señora de don Pelegrín. Ella notó las demostraciones cariñosas de aquel sujeto, que vestía con una elegancia impropia de Miguelturra, donde había visto la luz, aunque le estuviera mal el decirlo.
Una tarde Lola recibió una carta que olía a miel de Inglaterra, y decía así: «Señora: Sé que abuso, pero amo como un demente, y me quedo corto; usted no ama a su marido; lo sé por la portera, que
es de mi pueblo y me ha visto nacer, como quien dice. Ámeme usted a mí. Doroteo.
Lola recibió la carta y se quedó muy sorprendida.
—¿Dónde está el señorito? preguntó a la criada.
— Está limpiando la dentadura postiza con una servilleta, contestó la doméstica.
Entonces Lola cogió pluma y papel, y escribió lo siguiente: «Caballero: Una es casada, y no puede
decir lo que siente; pero una tiene corazón como cualquiera. Lola.
El joven, que aún no se había levantado, besó la carta con un frenesí que daba compasión.
A todo esto, don Pelegrín seguía limpiando la dentadura con un afán digno de mejor Lola.
Doroteo saltó del lecho y se puso al balcón, envuelto en un saco de verano.
Algunos días después Lola había recibido veintidós cartas, tres ramos de flores y un retrato en busto de Doroteo, que había salido bastante mal y parecía un perro pachón ahumado.
Don Pelegrín nada veía; digo mal, veía al joven Doroteo en el balcón de la casa de enfrente, y le encontraba parecido con un guardia civil amigo suyo que se había muerto en la Habana de una indigestión de plátano.
—Es el vivo retrato del difunto Serafín, decía a su esposa.
—¿Quién?
—Ese joven rubio. ¡Pobre Serafín! ¡Se fue al otro mundo debiéndome catorce reales y medio!
Lola soñaba en alta voz, y una noche dijo unas cosas… En fin, que el esposo se escamó y ya no hizo más que vigilar, como un guarda de consumos celoso.
Un día dijo don Pelegrín a Lola:
—Nos mudamos.
—¡Cómo! contestó ella muy sorprendida.
—Vamos al barrio de Argüelles.
—¡Horror!
Lola ocultó su enojo y siguió a su marido a la calle de Don Martín.
Pero Doroteo, que era atroz en sus resoluciones se mudó también a la casa de enfrente.
Don Pelegrín, fuera de sí, cogió a su esposa por la nuca y la habló de este modo:
—¡Todo lo sé, infame! Mañana salimos de Madrid.
— ¡Cielos!
—Vamos a Zafra.
Y don Pelegrín se puso a arreglar el equipaje. Veinticuatro horas después el matrimonio llegaba a la estación del Mediodía.
—¿Los coches que van a Badajoz? preguntó el marido a uno de los empleados.
—Esos de la cola. En Alcázar hay cambio de trenes.
—Bueno.
Don Pelegrín y Lola se instalaron en un coche de primera. El viaje hasta Alcázar no ofreció nada de
particular. Allí los mozos de la estación comenzaron a decir a voces:
—Señores viajeros de Ciudad Real, Badajoz y Lisboa: ¡cambio de tren!
Don Pelegrín, cargado con media docena de líos y con su mujer, que era el más grande de todos, andaba de un lado para otro buscando el tren que debía conducirles al término de su viaje. La noche estaba oscura y lluviosa,
— ¿Es éste el tren de Badajoz? preguntó.
—No, señor, le contestaron; éste es el de Valencia.
—¡Por vida!…
A todo esto, sonaba la campana de la estación, y una voz estentórea repetía:
—¡Señores viajeros de Ciudad Real, Badajoz, Lisboa!… ¡Al tren!
—¿Dónde, dónde está ese tren maldito? iba diciendo don Pelegrín.
— ¿Busca usted el tren de Badajoz? le preguntó un empleado. Pues es aquél; corra usted.
Don Pelegrín echó a correr hacia el sitio que se le indicaba. Abrió con gran trabajo y empujando a su esposa, le dijo:
—Sube, sube aprisa.
Pero en aquel momento silbó la máquina, se oyó el pito del jefe de la estación, y el tren comenzó a marchar.
¡Eh, alto! ¡Que no puedo subir! gritó don Pelegrín, sin saber lo que decía. Lola, desde la portezuela, miraba a su marido con angustia.
En aquel momento don Pelegrín lanzó un grito de rabia. En el asiento inmediato a la ventanilla del
coche donde había él mismo lanzado a su mujer, don Pelegrín descubrió la odiosa figura de Doroteo. Ningún otro viajero los acompañaba.
—¡Dios mío! ¡Van a viajar solos! gritó don Pelegrín recordando el último drama de Echegaray.
Y cayó desplomado sobre un saco de noche, mientras el tren partía a gran velocidad.”
Al igual que en bastantes ocasiones en las que se menciona a Miguelturra en este tipo de obras, Taboada la utiliza en este artículo satírico como lugar de origen de dos personajes, en concreto, Doroteo (uno de los personajes principales) y la portera del primer edificio donde viven Pelegrín y Lola. Estos personajes son muy representativos de otros que aparecen en otras obras, gente que ha emigrado a Madrid para ganarse la vida, especialmente como sirvientes. También podemos observar que el pueblo no escapa a la sátira que suele representar a este escritor en toda su obra.
- Fuentes: “Madrid en broma” de Luis Taboada, editado en 1891 por la librería Fernando Fé en Madrid. lahistoria.net; Biografía de Luis Taboada.